Los días son hermosos en tiempos extraños. Hace apenas veinticuatro horas que la biología global le ha metido un buen mordisco a nuestra libertad.
Al principio, la ruptura de la rutina escolar, la interrupción de las obligaciones con el horario parecían prometedoras. Y, sin embargo, las mañanas comenzaron a cobrar el aspecto de las películas. La mirada de las personas cambió y evolucionó el saludo: una cordialidad europea e inquietante se extendió entre los vecinos, e incluso los amigos modificaron la expresión facial, como suele pasar al día siguiente de liarte con alguien.
Alrededor de mi aldea parece que la autoridad haya dado la orden de limpiar los matorrales. Quizá sólo es marzo, que anima a los bardos y a las ortigas a desperezarse, y ahora hay un tiempo extra para frenar su arranque. Y también flanquean la ribera del río muchos paseantes nuevos. «Nuevos» en asturiano, que quiere decir «jóvenes», y nuevos también en castellano, porque da la sensación de que la gente huye de las metrópolis.
Y en eso andaba yo, a media tarde, cuando unas voces conocidas fueron creciendo a mi espalda mientras rozaba el morgazu, una palabra que Pepe el de Zoila traía siempre en los labios para nombrar lo que no vale para pacer. Cuando me volví, aprecié de repente cuatro fisonomías que anteayer despedí en el aula, antes de saber que teníamos el fin del mundo académico tan encima.
Cómo me prestó saludar a las rapazas, que me interrogaban sobre el futuro escolar. Qué grata la conversación, cargada de naturalidad, de buen rollo y fuera de toda reconvención. Hace tiempo que el «sistema» académico se deteriora, mientras la brecha entre jóvenes y profesores se acentúa por culpas que no son de ambos. Me sentí mucho más cerca de ellas, incluso con una sebe por medio y los metros impuestos por el destino, mucho mas cerca que cuando nos confrontamos tres horas a la semana, apretados por el horario y el aula.
Se despidieron con educación, sin ningún timbre que diera la señal de stampida, y dijeron hasta mañana, quizá pensando en volver a pasear por la ribera del río, en estos días extraños a los que les sobran las horas. Y así me quedaba yo, arropándome con la sensación, cuando flipé al ver cómo reanudaban la marcha. Tiré la guadaña, saqué el móvil y las fotografié por la espalda: rompieron a caminar en equipo, «en plan» equipo de voley al que le faltasen las jugadoras de en medio, disciplinadamente, solidariamente.
Me prestó.